Recién llegado y buen conocedor de las lenguas del levante, Marco Polo no podía expresarse sino extrayendo objetos de sus maletas: tambores, pescado salado, collares de dientes de facocero, y señalándolos con gestos, saltos, gritos de maravilla o de horror, imitando el aullido del chacal y el grito del búho.
No siempre las conexiones entre un elemento y otro del relato eran evidentes para el emperador; los objetos podían querer decir cosas diferentes: un carcaj lleno de flechas indicaba ya la proximidad de una guerra, ya la abundancia de caza, ya una armaría; una clepsidra podía significar el tiempo que pasa o que ha pasado, o bien la arena, o un taller donde se fabrican clepsidras.
Pero lo que hacía precioso para Kublai cada hecho o noticia referidos por su inarticulado informador era el espacio que quedaba en torno, un vacio no colmado de palabras. Las descripciones de ciudades visitadas por Marco Polo tenían esta virtud: que se podía dar vueltas con el pensamiento entre ellas, perderse, detenerse a tomar el fresco, o escapar corriendo.
Con el paso del tiempo, en los relatos de Marco las palabras fueron sustituyendo a los objetos y los gestos: primero exclamaciones, nombres aislados, verbos secos, después giros de frase, discursos ramificados y frondosos, metáforas y tropos. El extranjero había aprendido a hablar la lengua del emperador, o el emperador a entender la lengua del extranjero.
Pero se hubiera dicho que la comunicación entre ellos menos feliz que antes; es cierto que las palabras servían mejor que los objetos y los gestos para catalogar las cosas más importantes de cada provincia y cada ciudad: monumentos, mercados, trajes, fauna y flora; sin embargo cuando Polo empezaba a decir cómo sería la vida en aquellos lugares, día tras día, noche tras noche, se le ocurrían menos palabras, y poco a poco volvía a recurrir a gestos, a muecas, a ojeadas.
Así, para cada ciudad, tras las noticias fundamentales enunciadas con vocablos precisos, seguía con un comentario mudo, alzando las manos de palma, de dorso o de canto, en movimientos rectos u oblicuos, espasmódicos o lentos. Una nueva suerte de diálogo se entabló entre ambos: las blancas manos del Gran Jan, cargadas de anillos, respondían con movimientos compuestos a las ágiles y nudosas del mercader. Al crecer el entendimiento entre ambos, las manos empezaron a asumir actitudes estables que correspondían cada una a un movimiento del animo en su alternancia y repetición Y mientras el vocabulario de las cosas se renovaba con los muestrarios de las mercancías, el repertorio de los comentarios mudos tendía a cerrarse y a fijarse, Hasta el placer de recurrir a ellos disminuía en ambos; en sus conversaciones permanecían la mayor parte del tiempo callados e inmóviles
Italo Calvino del libro las ciudades invisibles