Tao

Monjes caminantes del fuego

 

 

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Ciudad monasterio era famosa por sus monjes capaces de caminar sobre el fuego. Al viajero, cuando entraba en la ciudad, le  sorprendía el nombre de monasterio ya que al atravesar sus puertas la cantidad de gente y el bullicio que generaban eran todo lo contrario a lo que uno podía esperar encontrar en un monasterio.

Mas bien parecía una mezcla entre un circo, un espectáculo de magia y un mercado portuario que recibía a gentes y criaturas de todo el planeta, de todos los colores y de todas las dimensiones.

Era una ciudad de oportunidades y a la vez una ciudad de perdiciones. Un viajero avispado podía hacer fortuna rápidamente o bien perderlo todo y caer en la miseria.

Los puestos de mercancías estaban tan apiñados y entremezclados que se convertían en un laberinto de pasillos, calles, puertas, túneles y pasadizos elevados que hacían perder la orientación al recién llegado.

Los niños aulladores se peleaban por hacer de guía a los viajeros, a los cuales si no estaban atentos, les robaban. Eran niños abandonados a los que nadie había enseñado a hablar, ni ha convivir. Se decía que su jefe era uno de los espíritu lobo que vivían y custodiaban la entrada a la verdadera ciudad monasterio que dio origen a aquel lugar.

Entre el laberinto de calles, a veces había alguna plaza donde los magos, mostraban sus habilidades. Todos eran muy poderosos. Rompían piedras con las manos, se atravesaban agujas por el cuerpo, sin sangrar. Movían a la gente sin tocarlos… pero los más poderosos eran los magos que habían conseguido el título de monjes caminantes, del fuego que no solo podían caminar entre brasas ardiendo, sino que además manejaban el fuego a su antojo. Sus manos podían generar tanto calor que podían quemar cualquier cosa o soltar una descarga eléctrica capaz de derribar a un elefante. Además complementariamente tenían otra habilidad que les daba un gran poder a los monjes. Eran capaces de recitar mantras antiguos y de hacer armónicos mientras bailaban una danza que hacia llover en los campos de cultivo.

Ánima había llegado a la ciudad hacia ya 10 años y había estudiado duro. El entrenamiento para entrar en la orden de los caminantes del fuego era muy estricto, exigente y duro. Aprendió a romper una piedra con un golpe de su mano. Podía hacer saltos mortales hacia adelante y hacia atrás. Su cuerpo resistía todo tipo de golpes. Era uno de los mejores artistas marciales de los últimos tiempos. No había perdido ningún combate. Sin embargo estaba nervioso, no entendía la necesidad de memorizar los mantras. Había conocido a monjes que tenían las mismas habilidades que él y no usaban los mantras mas que para hacer llover y ese ritual se hacia siempre en grupo. No era una prueba obligatoria para entrar en la orden.

Faltaba solo una semana para la prueba final de acceso donde tendría que caminar sobre el fuego. Estaba prohibido probarlo antes de la ceremonia de iniciación, que a la vez era de descalificación, si no se conseguía superarla.

En realidad, a Ánima no le preocupaba superar la prueba. Nunca se había sentido a gusto con el circo de las artes marciales que los monjes montaban para impresionar. Lo que le preocupaba era no entender lo que decían los mantras que desde el principio le atrajeron como un imán pero cuando los memorizó se quedó frío como un helado de carámbano. Nada cambió y frustrado pensó que no servían para nada. Que solo eran un adorno.

Saliendo por el extremo oeste de la ciudad, había un pequeño bosque que llegaba hasta la orilla del lago más grande que nunca había visto. Parecía el mar, pero los exploradores de la tribu de la madera habían conseguido cartografiarlo y se sabía que era un lago.

Se sentó en la orilla mirando al lago y comenzó a repetir los mantras una y otra vez. Después de un largo rato y ya cansado, se quedó en silencio, mirando al horizonte y justo entonces le llegaron a la memoria, los cantos Gregorianos que su padre le cantaba cuando era niño. Mientras cantaba, recordó la historia que su padre le contaba sobre los misteriosos monjes Gregorianos que nadie en el planeta sabía donde vivían, aunque su música casi olvidada,  era reconocida como mística y sanadora por todos los habitantes del planeta.

Su voz vibraba por todo su cuerpo como si un ejercito de hormigas masajistas se pasearan por él. Sonreía gustoso, casi como adormecido cuando de repente, abrió los ojos como dos soles asombrados. Por un instante fugaz, delante suya, a unos 200 metros, una ciudad sobre una isla había surgido de la nada y un puente arcoiris la unía a la orilla.

¿Se habría quedado dormido? ¿Lo había soñado?

  • Tranquilo no lo has soñado. Acabas de ver la verdadera Ciudad Monasterio.

Su entrenador, se encontraba detrás suyo y le contó que llevaba mucho tiempo observándolo, porque veía en su corazón un verdadero monje. Sabía que solo era cuestión de tiempo que su nivel de atención y escucha le llevaran a descubrir la verdadera ciudad. Su entrenador estaba sorprendido por como había llegado a vibrar en la misma frecuencia que la ciudad, ya que en los últimos tiempos, eran muy pocos los que conocían, los en otra hora famosos cantos gregorianos. – ¿Quién te enseño a cantar gregoriano? – le preguntó y enseguida le explicó que los verdaderos monjes y magos vivían en la isla invisible a los ojos de las personas normales. Habían dejado crecer  la orden de los caminantes del fuego que  con su disciplina y pruebas hacían de filtro contra aquellos que querían acceder a los secretos de la ciudad tan solo para buscar la fama. Era una tapadera para alejar a los falsos magos que solo buscaban el poder sobre los demás.

Los verdaderos magos – le explicó  Stravinsky Garrapatea, su entrenador – también recitaban mantras y cantaban gregoriano y eso les llevaba a vibrar en una frecuencia diferente que les permitía hablar con todos los seres de Musikosmos. Cada ser, incluso cada cosa tiene un espíritu y tu podrías escucharlos, verlos y hablar con ellos si consigues cruzar el puente que acabas de ver, le dijo.

Allí, entre hombres y mujeres viven  todo tipo de espíritus: instrumentos animados, notas, pentagramas, animales, insectos y pájaros que pueden ver ver, oír y tocar en la misma frecuencia que los hombres y mujeres de Musikosmos, en este planeta  que en los tiempos antiguos se llamaba ReSostenido y donde se fundó la primera Ciudad Monasterio.

Caminar sobre el fuego no era la prueba que tenía que superar si quería acceder a la verdadera magia de hacer visible lo invisible. De viajar más allá de su cuerpo y del tiempo. Caminar sobre el aire era la verdadera prueba para acceder a ciudad monasterio.

– ¿Qué debo hacer? preguntó entusiasmado Ánima.

  • Ya lo sabes, contestó Stravinsky. Has entrenado durante 10 años para ello.

Ánima comenzó a cantar Gregoriano con la esperanza de volver a ver el puente. Le costó un buen rato concentrarse, relajarse y olvidarse de la excitación que le generaba querer ver otra vez ese nuevo mundo.

Cuando por fin los pensamientos desaparecieron de su mente y se concentró en sentir la vibración de los cantos, el puente y la ciudad aparecieron.

Comenzó a caminar sobre un puente que era translucido, etéreo, como una nube que flotaba en el aire y comenzó a preguntarse como era posible. En ese mismo instante cayó al agua y el puente desapareció.

Frustrado, nadó hasta la orilla y pensó que no había superado la prueba. Buscó a Stravinsky pero no lo encontró. Al día siguiente volvió y cantó, y el puente apareció y volvió a caminar y cuando volvió a maravillarse y preguntarse como era posible, volvió a caer al agua. Durante 40 días lo intentó. Incluso por si acaso, se presentó a la prueba de caminar sobre el fuego, que superó. Todos le alabaron y lo festejaron por todo lo alto, pero cuando al día siguiente intento caminar sobre el aéreo puente; Ánima se deprimió más para desconcierto de todos sus amigos.

Curiosamente solo encontraba consuelo cantando gregoriano y por ello seguía yendo todos los días a la orilla del lago. Cuando aparecía el puente, aunque sabía que caería al agua no podía resistir intentarlo de nuevo y así sucedió hasta que después de 40 días cuando caminaba por el puente, sintió la caricia del aire en la planta de sus pies. El puente lo sostenía, ni siquiera tenía que andar. El espíritu del puente era ese precisamente, transportarlo de un lugar a otro. Llegó a tierra firme y sintió la calidez de la tierra que se comunicaba con él. Era la vibración de la calma, de la paciencia. La tierra que lo alberga todo, que acepta todo y que sostiene y da a luz a todo. Esperó y observó y la ciudad se fue haciendo más nítida, más solida. Ánima no pensaba, no juzgaba. Era como cuando luchaba en combate con los monjes de la orden de los caminantes del fuego. Siempre ganaba los combates porque no pensaba, solo sentía a su oponente y reaccionaba a sus movimientos. Solo tenía que relajarse y concentrarse en sentir, para sentir la energía fluyendo y seguirla. Solo seguir, solo caminar, solo sentir, solo compartir. Todo se convertía en una sola acción.

Entró en la ciudad y los monjes le dieron la bienvenida. Stravinsky le saludo con un simple gesto de cabeza y sonrió. La ciudad vibraba en todo su cuerpo, era pura música. Como escuchar un concierto interminable que salta de frase en frase, de nota a nota, de espíritu a espíritu. Porque todo lo que le había contado Stravinsky era verdad.

Se encontraba con un pentagrama y se ponían a componer música. Se encontraba con un trombón y jugaban un concurso de soplidos huracanados.

Se encontraba con un pájaro y volaba en bandada sobre el cielo de la ciudad mientras cantaban el himno a la alegría de Beethoven.

Ánima encontró la calma y la sabiduría para mantener su cuerpo, su mente y su espíritu en aquella vibración y pasó a formar parte de los verdaderos monjes del fuego. Los magos capaces de hacer visible lo invisible.