Tao

Encrucijada

ENCRUCIJADA

 

En una época de mucho dolor en la tierra dos pequeños monjes vieron como su monasterio era quemado y destruido. Escaparon con un viejo monje y después de largos días de caminar con él llegaron a una encrucijada y aquí el viejo monje se despidió dándoles a elegir a cada uno un camino.

El camino de la izquierda es el camino de la guerra y el de la derecha el del amor, les dijo.- Ha llegado el momento de que elijáis y sigáis solos.

A pesar de su gran amistad, en esta ocasión, no estuvieron de acuerdo y cada uno eligió el suyo, como el único posible a seguir.

Se despidieron con gran pesar pero convencidos de su elección.

Pasaron cuatro décadas y un buen día en la celebración de la cabra, en una calle de Pekin, nada más verse, se reconocieron a pesar de no ser ya los mismos.

– ¿Cómo me has reconocido?

– El amor en tus ojos sigue siendo el mismo.

– La determinación de los tuyos también sigue siendo la misma.

–  Cuéntame, yo te creía luchando en tierras del norte contra los bárbaros.

 

El camino de la guerra ha sido duro. Cuando llegue al templo, los primeros años yo quería luchar y mi maestro nunca me lo permitió. No paraba de repetir: – primero debes conocerte a ti mismo  – y siempre me tenía de rodillas limpiando o meditando de pie, sentado, tumbado, caminando.

Por fin, un día me dijo que estaba listo, pero no me dejo salir del monasterio y todos los días traía a alguien a luchar conmigo, Yo no sabía quienes eran, ni porque luchaba y el sólo me decía:         – Debes conocer al mundo a través del otro.

Al fin, llegó un día en que me permitió salir. De hecho, me envió fuera del monasterio con las siguientes palabras: si quieres comprender el camino de la guerra debes comprender el universo y para ello deberás descubrir que el mejor luchador es aquel que nunca llega a luchar.

Me uní al ejercito imperial y fui ascendiendo en rango mientras iba eliminando adversario tras adversario. Hasta que hace poco tiempo, estando en el campo de batalla, me llegó el mensaje de mi maestro y lo comprendí.

Estaba en medio de una batalla y todos me rehuían o eso creí al principio, pero me dí cuenta que era yo el que esquivaba a los contrincantes. Me anticipaba a sus movimientos antes de que llegaran a hacerlos. Sus movimientos, sus intenciones eran las mias.  Veía su muerte, que comprendí era la mia y me alejaba de ellos. No podía matarlos. Por eso estoy aquí.

– Y tu que me cuentas, yo te creía en el templo de Tien Lan Gong en el sur.

– Allí llegué cuando nos separamos y al igual que a ti, mi maestro me dijo que para seguir el camino del amor debía conocerme a mi mismo y también medite durante largo tiempo, haciendo todo tipo de tareas domésticas. Vivíamos en una gran paz, sin embargo el amor hacia uno mismo no me parecía suficiente. Cuando se lo plantee al maestro, sonrió y me expulso del templo diciendo:             – Cuando estés preparado vuelve.

Salí a recorrer los caminos y después de muchas penalidades me encontré con un anciano caminante que recogió mis despojos.  Me miró con dulzura y me preguntó porque me quería tan poco a mi mismo. Trate de explicarle que yo sólo quería ayudar a los demás y seguir el camino del amor, pero la gente sacaba provecho de mi y luego me abandonaba. Ya sólo me quedaba morir de hambre.

El anciano me contestó tranquilamente que si realmente quería seguir el camino del amor debería iniciar el camino del perdón y para ello primero debería conocerme a mi mismo y perdonarme, después debería conocer a los demás y perdonarlos.

Durante largos años camine junto a él, a su sombra, tratando de aprender, recogiendo sus migajas, que compartía conmigo. Si embargo, mientras que a él nunca le afectaban las calamidades, yo iba sufriendo humillaciones y vejaciones continuamente. El nunca perdía su humor y nadie lo trataba mal. Durante un tiempo creí que esa deferencia se debía a la edad, por la que él era respetado y yo no. El siempre insistía: – ¿Ya has pedido perdón?

Podía entender que en el camino del amor debía perdonarlos pero no entendía porque debía pedir perdón, yo no les había hecho nada.

Poco a poco comencé a ver a la gente y a anticiparme a su ira, a su desdén, a su indiferencia. Comencé a anticiparme a las calamidades. Veía a los demás, podía saber de sus carencias, de sus virtudes que eran las mias. Todo empezó a resultar más fácil.  Entonces el anciano me dijo que ya estaba preparado para dar gracias al universo y aceptarlo tal cual era.

Me dí cuenta de que cada uno de los seres que se cruzaban en mi camino, eran yo mismo y entonces entendí la sonrisa de mi primer maestro cuando me expulsó del templo. Todo cobró sentido, al comprender la ignorancia de los demás respecto a que todos somos uno, porque al igual que yo, no se conocían. ¿Quién no querría  amarse a si mismo? ¿Cómo podría yo existir sin el otro? Su existencia es mi existencia. La compasión invadio mi corazón.

El ahora vive en Pekin y vengo a darle las gracias por enviarme al mundo para descubrir que el camino del amor es el camino de la compasión.

–  Yo también vengo a ver a mi maestro que está retirado junto a su hermano, tu maestro; vengo a  darle las gracias por la simiente que puso en mi,  al grabar en mi mente que el mejor luchador es aquel que nunca ha luchado.

Y aunque tarde y arrepentido por no haberlo entendido desde el principio, yo también he comprendido que el camino de la guerra es el camino de la compasión y no el camino de la lucha, de la muerte. A no ser que sea la de uno mismo, para renacer en el amor a la vida. Conociendo a los demás, me cocnocí a mi mismo y descubrí mi ignorancia. ¿Cómo podría matarme a mi mismo? La compasión por mis adversarios se apoderó de mi al sentir que todos somos uno.