Nadie sabe cómo sucedió pero aquella mañana en las portadas de todos los diarios de la ciudad de Isilik apareció un titular que decía: “A partir de hoy, cada persona sólo dispondrá de 3000 palabras diarias”.
Hubo tantas reacciones como ciudadanos. Los entendidos quisieron dar sus explicaciones, los miedosos quisieron encerrarse en casa como si hubieran anunciado el fin del mundo, los inseguros llamaron a todos los familiares para escucharles decir que esa noticia era una tontería…
Lo cierto es que hacia las 2 de la tarde pequeños y grandes comenzaron a enmudecer. A las 5, en los parques, sólo se escuchaba el chirrido de los columpios, al anochecer en los comercios la gente hacía las compras en silencio, los amantes del fútbol no pudieron gritar gol mientras veían el partido con los amigos y aquella noche ningún padre pudo dar las buenas noches a sus hijos.
Al día siguiente y en los días sucesivos la historia se repitió. Los más prácticos iban anotando todo lo que decían para poder llegar a la noche con alguna reserva, los más incautos consumían todas las palabras por la mañana y se enrabietaban por la noche porque no podían participar de la vida social. Los más pesados aprendieron a reservar su discurso para hacerse escuchar por las noches.
Lo cierto es que, asombrosamente, con el paso del tiempo las personas comenzaron a medir sus palabras, a no derrocharlas inútilmente, a tocarse más, a disfrutar del silencio y de los sonidos de la naturaleza, a utilizar el lenguaje para expresar la belleza y los buenos pensamientos. Las críticas se hicieron más constructivas, se fueron disipando en el viento los diálogos vacíos…
Un día, tal y como había empezado, se acabó el límite de las 3000 palabras pero nadie se dio cuenta…
KRIS